Cada tarde Andrés, a eso de las cinco, se dirige a la sala de juegos del asilo. Le esperan sus compañeros de mesa. La partidita de dominó diaria es uno de los momentos más importantes del día. Ahí están sus compañeros, en especial su pareja de siempre Roberto, que casi antes de que se siente le hace las muecas preparatorias de las señales del juego. Ahora todos con la mascarilla puesta.

El ruido inconfundible del menear de las fichas, al bailar vestidas de negro sobre la mesa de mármol, es una dulce música que transporta a Andrés a otros tiempos.

 Es curioso, mientras coge sus fichas y atiende a las señas de Roberto (se ha pasado el dedo índice por la nariz, eso quiere decir que va a pitos) y controla el juego de inicio de los otros jugadores, Andrés viaja al mismo tiempo, a una vida que parece no haya sido la suya. Recuerda Andrés aquellos días cuando en su pueblo natal rondaba a Carmen, la que tiempo después sería su mujer y ahora tanto añora. Recuerda como el primer beso le supo a fresas y canela y su piel morena olía a trigo limpio y a hierbabuena, recuerda que casi se desmaya, pero él como buen mocetón no podía cerrar los ojos, había que parecerse a aquel chico, al Humfrey Bogart ese, que siempre iba de duro.

“¡Andrés hombre, mueve que te toca!”, le espeta Roberto. ¡Casi sin mirar coloca el pito seis y sin oírse dice! ¡Capi!, ¡Un fenómeno!, grita Roberto, ¡mi compañero es un fenómeno! 

De nuevo el tintinear de las fichas, de nuevo vuela la mente de Andrés, ahora al último beso que le dio a Carmen, ni la boca reseca, porque se le iba la vida, ni ese olor de fármacos característicos de los hospitales pudieron hacer cambiar el sabor de la fresa y la canela de aquél último beso. 

Sin apartar la mirada de las manos de Roberto (ahora las entrelaza entre sí, está cargado de seises…) va repasando su vida como si fuera una película, la boda en Barcelona, ciudad a la que tuvo que emigrar en busca de trabajo, el nacimiento de cada una de sus tres hijas, los momentos difíciles del paro en la construcción, el trabajo de toda su vida, los nietos, su decisión de no molestar e irse al asilo a “relajarme”, como le solía decir a sus hijas. 

Casi como un autómata coloca el doble seis y vuelve a ganar la partida. Y ¿a esta vida cómo se le gana la partida?… piensa. Alguien le toca la espalda, le han traído un paquete. Lo desenvuelve, es un cuadro que le regalan sus hijas, es un collage de fotos en las que están él y Carmen de novios, todas en blanco y negro. 

Una lágrima le cae por su mejilla va a la comisura de sus labios, sabe a fresa y a canela.

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