La semana pasada tuve la ocasión de asistir a una de esas jornadas en las que te proponen plantarle cara al estrés y gestionar mejor tu tiempo. La verdad es que decidí asistir con cierta sensación de indiferencia, como si eso del estrés no fuera conmigo.
Es curioso, lo primero que te dicen es que te quites el reloj y que desconectes el móvil. El mundo se ha parado y sólo debemos concentrarnos en la sala del hotel en la que estamos reunidos.
Un entorno casi idílico y un grupo de personas bastante animado, lo cierto es que pintaba bastante bien y.… fue mucho mejor.
La ponente, una prestigiosa psicóloga, nos cautivo casi desde el primer momento. Modulaba su voz en función del nivel de emoción del caso que se estaba tratando y combinó la sensación con imágenes de películas y animaciones que ilustraban de forma gráfica qué es eso del estrés.
Aprendimos a respirar. Sí, a respirar, no se sorprendan. Ese hecho cotidiano que nos permite algo tan común como la propia vida, pero que pasa desapercibido por lo banal que nos parece. En estos momentos de mascarillas, respirar se ha convertido en algo más que una necesidad fisiológica
Quisiera compartir con ustedes uno de los secretos que nos comentaron: Cada día el estrés nos pone a prueba como mínimo unas cuarenta veces, en función de la persona el estrés gana o pierde batallas. El conductor de ese coche que nos adelanta inapropiadamente, las esperas en las colas del cine o del restaurante, los malos modos de algunas personas, el ruido (da igual que sea ensordecedor o ese más insignificante pero igualmente molesto, que parece que solo escuchábamos nosotros). Las discusiones con nuestra pareja, padres, amigos, compañeros de trabajo, incluso hay personas que acuden a espectáculos deportivos para relajarse. ¡Y no les quiero decir lo que pasa cuando el equipo de sus colores pierde el partido! Súmenle, el estrés crónico, la ausencia de trabajo o dinero, una enfermedad, la falta de amor propio o ajeno.
¿Verdad que algunos días parecen como si el mundo no estuviera hecho para nosotros? Definía la ponente estas situaciones como “anzuelos” en los que nosotros, como simples pececillos, estamos dispuestos a “picar” al menor descuido de nuestra autoestima. Nos invitaba a continuación a detectar estos “anzuelos” para reconocerlos y no caer en la tentación de seguirle el juego del estrés.
Así lo hice y durante unos días me he fijado en mi entorno. Es cierto, casi todas las situaciones que he observado, propias o ajenas, son producto de las prisas, de no pensar en lo que decimos o hacemos, a veces hasta de no respirar. Cuando nos exaltamos hablamos más deprisa de lo que respiramos.
¿Saben una cosa?, está funcionando. Ahora, cuando detecto uno de esos “anzuelos” me digo… ¡Eh respira!, piensa en lo que vas a hacer o decir. Quizás ese sea el secreto, hablar más con nosotros, mirarnos hacia dentro y no estar siempre pensando en lo que hacen o dicen los demás de nosotros.
Les propongo un simple ejercicio (entiendo que si tienen unos minutos para leer esta humilde columna es porque han decidido darse un tiempo de respiro): Cuando acaben de leer este artículo, cierren los ojos y pónganse cómodos (… ¡cuando acaben eh!). Comiencen a realizar lentas inspiraciones por la nariz, intentando visualizar el recorrido del aire por el interior de su cuerpo hasta prácticamente sus pies. Después la expiración exactamente igual, lenta, sintiéndola y expulsando el aire muy poco a poco. Mientras sienten su respiración, recuerden aquellos momentos de felicidad de las últimas horas o días, revívanlos otra vez. Ya verán, es gratis, no cuesta nada y sienta francamente bien. Ahora sí, ¿están listos? … ¿sí? Pues, a la de tres cierren los ojos … Una, dos…
Imagen: Freepik and Wayhomestudio
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